Hoy día seguimos empleando el calendario Gregoriano que hemos heredado los europeos desde el siglo XVI. Y sabemos que antes de este, existieron otros como el calendario griego o el juliano (romano). De lo que no se suele hablar es que durante la Revolución Francesa estuvo en vigor un calendario proprio de la República. Podemos decir que este calendario “revolucionario” no revolucionó, ni fue de utilidad, en absoluto la vida de los franceses. Y antes de analizar las causas de su fracaso, hagamos una breve contextualización.
El 22 de septiembre de 1872 la Convención Nacional acababa de proclamar la República Francesa, el cual marcó el fin definitivo del feudalismo y absolutismo en ese país. Ese mismo año, los franceses hicieron una petición a los estados generales: era necesario un sistema de pesos y medidas que no estuviera basado en algo antropomórfico (como la medida del pie de una persona) y que funcionase para toda Francia, ya que las distintas medidas de cada lugar dificultaban las gestiones comerciales.
Y la labor de crear un nuevo sistema universal se le fue encomendado a un comité de sabios (Los científicos) dirigidos por el matemático Marqués de Condorcet y compuesto por grandes nombres como Lavoisier, Laplace, Lagrange, De Borda….etc.. Y de ahí crearon el metro, que corresponde a la millonésima parte de un cuadrante de un meridiano y con ello, el sistema métrico, basado en los múltiplos y submúltiplos del metro. Esta era la primera medida universal de la historia, que fue enseñada en las escuelas.
A raíz de ello y con el fin de borrar cualquier tipo de pasado que recordase al Antiguo Régimen, entre los revolucionarios se expandió la obsesión de que todo lo medible debía estar basado en la medida del 10. De hecho, en 1792, Romme, diputado de la Convención Nacional, propuso la reforma del calendario para ajustarlo al Sistema Decimal.
Y así fue: encargaron a los astrónomos que hicieran un calendario totalmente distinto al anterior, un calendario que no estuviera repleto de referencias bíblicas (aunque el origen del calendario anterior, en un principio, no hubiese tenido nada que ver con la religión).
El invento de los astrónomos (junto con la ayuda de un poeta para la elección de los nombres de las distintas partes del calendario) basó el calendario, al igual que el gregoriano, en 12 meses en un año, ya en el periodo de la Tierra al recorrer el sol, eran 12 las veces en las que la Luna describía una orbita a la Tierra.
Hasta ahí las similitudes con el anterior. Una de las diferencias sustanciales fue que el año comenzaba después del solsticio de de otoño de 1792, coincidiendo así con la fecha de la proclamación de la República.
Y por supuesto, el nombre de los meses nada tenía que ver con santos. Estos nombres representaban poéticamente lo que evocaba cada mes:
Y otra diferencia sustancial es que un día sería, como no, de 10 horas y una semana constaba de 10 días, pasándose a llamar “década”. Por tanto, un mes tenía 30 días, es decir, 3 décadas y los doce meses hacían el total de 360 días. Los 5 días extra (6 en el año bisiesto) se añadían al final del último mes del año, días de fiesta para los trabajadores.
Como vemos, el calendario es bastante simétrico (¿a quién no le gusta el sistema de 10?) y sus nombres son bellos.
Pero la verdad es que no tuvo gran utilidad más allá de reforzar la idea revolucionaria y anti Régimen Antiguo. Y al disolverse la República, Napoleón Bonaparte, al notar la inutilidad de este calendario, decidió no hacer uso de él, aunque no lo eliminase. No obstante, el calendario desapareció.
Y he considerado las posibles razones para su ineficacia:
Por un lado, que un día estuviera dividido en 10 horas sería un cambio tan grande que necesitaría el cambio entero del sistema tradicional horaria, incluido los relojes de toda Francia. Y de hecho, en 1793 comenzó a funcionar el tiempo “revolucionario” en días de 10 horas y horas de 100 minutos. Cambiar los hábitos que venían de décadas atrás sería muy impopular y claro, el calendario también. Este sistema horario dejó de ser obligatorio en 1795 y dejó de usarse.
Además, para la relación con otros países, que el calendario y la hora fueran un sistema distinto, no ayudaría en absoluto en su comunicación. Se tendría que hacer la equivalencia al calendario ordinario de otros países y claro, esto sería algo agotador para ambas partes.
Por otro lado, la rutina resultaría difícil para los ciudadanos. Dividiendo el día en 10 horas, cada “hora” tendría era de 2 horas y 24 minutos y cada minuto, de un minuto y medio. Es decir, que el tiempo pasaría muy lento. Lo mismo pasaría con la largas “decenas” que había en un mes. Además, al tener un día libre en la decena, hacía menos frecuente el descanso, que enfadaría a los trabajadores (antes descansaban uno de cada 7 días).
Respecto a sumarle los 6 “días” a un año bisiesto produciría problemas. Para la elaboración del calendario gregoriano se tuvo en cuenta lo siguiente: según el movimiento de la Tierra alrededor del Sol, un año dura 365 días, 5 horas, 48 minutos y 56 segundos; es por eso que se propuso que cada 4 años añadiésemos un día al calendario, aunque seguía habiendo un desajuste. Y para corregir el error, cada 400 años hay tres que no son bisiestos. Teniendo en cuenta este ajuste, ¿cómo lo harían con el calendario revolucionario? ¿Qué equivalencia habría para los años “revolucionarios” de los 400 años “normales”? Quizás se les hizo difícil hacer el ajuste. No coincidiría en el funcionamiento del calendario revolucionario, no llegarían a ningún algoritmo para conocer cuándo habría que añadir ese día de más.
Y por último, entrado en el periodo del Imperio de Napoleón, la Iglesia Católica se opondría fuertemente a que el calendario no tuviera referencias a la Biblia. Y Napoleón no querría problemas con la Iglesia, además de que no le vería utilidad. Aunque Napoleón no eliminase el calendario revolucionario, tampoco lo reivindicó.
El caso es que el calendario era un cambio demasiado brusco, además de que acarreaba problemas. Duró 14 años (por obligación) y después, cayó en el olvido.
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